I.- En un principio.
    Cualquier noche de enero.

Las calles de Cartagena están desiertas.
Lo están de un tiempo a esta parte, el casco antiguo está siendo abandonado a su suerte.
Pero esta noche, además, un viento gélido va de portón en portón zarandeándolo todo a su paso.
Un coche a toda velocidad surca Serreta camino al muelle. Durante unos instantes todo es ruido y velocidad.
Pero pasa.
Todo pasa.
A lo lejos se ve cabizbaja y concentrada, avanzar hacia nosotros una figura.
Es una señora mayor. De sus manos penden sendas bolsas y su forma desprende, en contraste con la fragilidad de su silueta, mucha fuerza y voluntad.
Mira a ambos lados de la calle. Está sola, pero además quiere confirmarlo. Cruza la calle y deja ambos bultos junto a un solar.
Se agacha y su mano avanza por un costado del mismo dejándonos ver un par de recipientes. Uno está vacío y en el mismo echará pienso. El otro aún tiene algo de agua, y con movimientos rápidos y ágiles, impropios de la edad que representa enjuagará el mismo y lo llenará de vida.
Inmediatamente borrará su huella llevando a las sombras la comida y el agua, como si el ocuparse de seres que pasan necesidad fuera pecado.
Vuelve a mirar temerosa a ambos lados de la calle antes de retomar sus bolsas y seguir su camino.
Como si de un vía crucis se tratara pasará por varios puntos de la ciudad ocupándose de los animales urbanos, unos abandonados, otros salvajes, pero todos necesitados de esa mano caritativa.

En alguna esquina la espera una madre, porque para ellas tiene otra cosa. Con ellas, como hembra, se entiende sin necesidad de recurrir a las palabras y sabe, que ese animal es madre y que esa madre tiene una camada que no puede desplazarse aún a comer ese pienso y ese agua.
Será esa madre la que tenga que llevarles allá donde les diera a luz la comida hasta que puedan seguirla en la noche camino a esos oasis contra el olvido y el  hambre que son unos recipientes de plástico en solares silenciosos.

A.R.
(04/05/12)

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